Me llamo Derimán. Procedo de la estirpe del Grande. En mi isla todos tenemos una unión con nuestros antepasados.

Para nosotros la comunidad la forman tanto los vivos como los muertos, por eso los restos de nuestros antepasados descansan junto a nosotros, los vivos. Por eso nuestros poblados, nuestras cuevas, están cerca de los enterramientos de nuestra gente, quienes ya habitan junto a Magec.

Tras la llegada de los otros, los de la cruz y la espada, ellos nos han forzado a hablar su lengua, a adorar a sus dioses y a vestir con ropa de hilo. No podemos entrar en poblado con nuestras pieles. No podemos enterrar en nuestras cuevas, sino junto a su iglesia.

Nos acusan de ser herejes, blasfemos y brujos. Nos expulsan de nuestro territorio diciendo que somos vagabundos y ladrones.

Muchos de nosotros hemos sido bautizados. No es nuestra voluntad, pero sólo así podemos dejar de ser perseguidos por su tribunal, que llaman del Santo Oficio. Una vez bautizados somos, a sus ojos, naturales y no extranjeros.

Pero en este extremo de la isla, en las que fueran las tierras de Zebenzui, lejos de poblado y cerca de nuestro auchón, en Chinamada, aquí…

Aquí nosotros, los vivos, seguimos junto a los muertos, en las montañas por las que hemos pastoreado durante muchas lunas.

Y cuando llegue el momento de partir, lo haré como nuestros antepasados, con la vista fija y las manos levantadas hacia Magec y, si es de noche, reposaré en la cueva, con mi mirada puesta en el fuego sagrado del hogar, lejos de su iglesia.

 

José Farrujia de la Rosa